El eco de los veranos perdidos
Un verano, una casa, y el eco de las historias que ya no volverán. Esta crónica revive la infancia, la pérdida y la memoria que persiste entre cigarras y cuentos olvidados.
Cada año, cuando el calor comienza a colarse por las rendijas de las ventanas y el sol pinta de oro los tejados al amanecer, una sensación extraña me envuelve. No es solo nostalgia. Es algo más profundo, más persistente. Es como si una parte de mí se despertara del letargo de la vida adulta y emprendiera el viaje hacia aquel verano en que todo cambió. No importa cuántos años hayan pasado, ni cuántas ciudades haya recorrido. Siempre vuelvo a esa casa blanca, de techos bajos y piso de mosaico frío, donde los días parecían infinitos y el futuro no pesaba tanto.
La casa de mis abuelos no tenía lujos, pero estaba llena de secretos. Estaba en un pueblo que hoy me parece más un recuerdo que un lugar real: calles de tierra, bicicletas oxidadas recostadas contra los muros, y una iglesia que marcaba las horas con campanadas que se sentían hasta en el estómago. Allí viví mi infancia, envuelta en el perfume de las bugambilias y el canto insistente de las cigarras.
Yo tenía seis años ese verano. Como cada julio, mis padres me dejaron con mis abuelos mientras ellos “ponían en orden los asuntos del trabajo”. Nunca me molesté en preguntar demasiado. Sabía lo que significaba: un mes entero para andar descalza, perseguir mariposas y escuchar las historias inventadas por mi abuelo Adolfo, que encendía su pipa con una calma casi ceremonial.
Mi abuelo era un hombre de silencios largos y miradas que decían más que las palabras. Afirmaba que cada arruga de su rostro guardaba una historia, aunque solo compartía algunas. Me sentaba frente a él en el porche, con las piernas cruzadas y los ojos muy abiertos, como si prestar atención pudiera hacer que la historia durara más. Hablaba de los tiempos en que el camión pasaba por el pueblo, de cómo conoció a mi abuela en una fiesta patronal, y de su perro, un mestizo que una noche desapareció en la maleza sin dejar rastro.
Pero ese verano, todo era distinto.
Mi abuela Esperanza ya no se movía con la agilidad de antes. Le temblaban un poco las manos al servir el café y, a veces, olvidaba dónde había dejado sus gafas. Yo no comprendía del todo lo que ocurría, pero había algo en el ambiente que me inquietaba. Una bruma de preocupación flotaba en el aire. El abuelo la miraba con una mezcla de ternura y tristeza, como si buscara entre sus gestos a la mujer que había amado durante tantos años. Una tarde lo escuché murmurar, mientras creía que yo no prestaba atención: “Se me está yendo… de a poquito”.
Los días pasaban con esa calma que solo los pueblos conocen. Jugaba en el jardín con otros niños del vecindario, aprendí a hacer tortillas a mano con doña Emilia y atrapaba luciérnagas con un frasco de mermelada vacío. A veces, escribía cuentos en una libreta de espiral azul, inspirada por los relatos del abuelo, y se los leía en voz alta mientras él asentía con una sonrisa cansada, como si me diera permiso de seguir soñando.
Pero nunca olvidaré aquella tarde.
Mi abuela salió a comprar pan, como solía hacer todas las tardes, y no regresó. Recuerdo el revuelo, los vecinos saliendo de sus casas, el rostro angustiado del abuelo y las voces repitiendo su nombre por las calles. La encontraron horas después, sentada en una banca de la plaza, mirando al horizonte como si esperara algo.
—Estaba esperando el tren —dijo con dulzura, como si su ausencia no fuera motivo de alarma—. Hoy iba a llegar.
Después de ese día, el abuelo comenzó a llenar la casa con pequeñas notas escritas a mano: “El pan está en la alacena”, “Hoy es martes”, “No salir sin sombrero”. Yo no entendía del todo lo que significaban esos papeles, pero presentía que estaban intentando retener algo que se deshacía lentamente entre sus dedos.
Ese fue el último verano que pasé en esa casa.
Al año siguiente, mi abuela ya no vivía allí. Mis padres dijeron que la habían llevado a un lugar donde la cuidaban bien. Yo supe, sin que nadie me lo explicara, que ya no me reconocería si la viera. Mi abuelo vivió solo un tiempo más. Después, también se fue, como se van las cigarras cuando acaba el verano.
A veces me pregunto si fui consciente de lo efímero que era todo. Si alguna vez entendí la fragilidad con la que se tejían aquellos días dorados. En aquel momento, me parecía que el tiempo era inagotable, que los veranos se repetirían una y otra vez con los mismos juegos, los mismos rostros, las mismas historias.
Hoy, desde la distancia que me da la vida adulta, sé que la memoria no es un álbum de fotografías, sino un campo de ecos. Y el eco más fuerte que me acompaña es ese: la voz pausada de mi abuelo contando historias que quizás nunca ocurrieron, la risa de mi abuela batiendo chocolate con canela, el zumbido persistente de las cigarras mientras el cielo se teñía de naranja.
Nunca volví al pueblo.
Mis padres vendieron la casa poco después. Con ella desaparecieron los mosaicos fríos, el aroma del jazmín por las noches y el porche donde me sentaba a escuchar cuentos. Pero hay algo que siempre me acompaña: aquella libreta de espiral azul, ahora desgastada, donde todavía pueden leerse los primeros cuentos que escribí, con letras torcidas y ortografía incierta.
Cada tanto, cuando la ciudad me consume con su ruido y su prisa, saco esa libreta del fondo del cajón. La abro con cuidado, como si fuera un tesoro antiguo, y dejo que el pasado me abrace por un instante. Vuelvo a ver el jardín lleno de luz, a sentir la pipa encendida del abuelo, y a escuchar a la abuela hablar del tren que jamás volvió.
Y por un breve momento, soy de nuevo esa niña descalza, sentada en el porche, con el corazón abierto y los ojos muy grandes, esperando el final de una historia que, en el fondo, nunca quise que terminara.
Autor: Naomi Pamplona
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