Caer para aprender a volar: Crónica de una bailarina y la técnica Graham
Por Dhamar Mariana Contreras López*
Sentía cómo se me erizaba la piel, una extraña mezcla de miedo y emoción, una contradicción que me mantenía alerta. Todo vibraba al compás de la música y el sonido visceral de una batería en vivo. Cada golpe de tambor resonaba en mi piel, recordándome que estaba viva.
Me dijeron que esta técnica, de Martha Graham, era un lenguaje crudo y sincero, donde el torso se convertía en el núcleo. Y lo entendí, sí: sentí cómo, desde mi pecho y abdomen, brotaban mis brazos, como ramas de un árbol creciendo desde adentro. Eso fue para mí una señal de que, incluso fuera de la danza, la vida siempre me pide regresar a mi centro para no desvanecer.
-Si se pierde la fuerza y el control, también se pierde el equilibrio, me repetían y lo comprendí, no solo en la danza, sino en mi vida misma. Si pierdo el control de mis emociones, si la rabia o el miedo toman el mando, caigo con más fuerza de la que imagino. Sin embargo, en esa clase, entendí que la caída no era un fracaso, sino un nuevo comienzo.
Cada contracción era una batalla interna. Mi abdomen se quejaba, mi espalda se curvaba, y mi respiración seguía el ritmo de mis miedos. Escuché que “el flujo respiratorio guía los movimientos de contracción y relajación”, y comprendí la lección personal: respirar significaba no rendirme, tal como cuando en la vida solo queda inhalar profundo y seguir adelante, incluso cuando todo se desmorona.
-Siempre debe haber una sensación de elevación, repetían, y tomé esa frase como un mantra personal. Fuera del salón, también llevo mis cargas invisibles —deudas, rupturas, cansancio— aun así, debo mantener la mirada en alto, como si cada paso fuera hacia adelante, aunque mis rodillas tiemblen.
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Soy bailarina desde hace nueve años, pero hasta ese momento solo había explorado el folklore, donde el zapateado firme me mantenía bien conectada con la tierra. Esa primera clase fue un verdadero cambio de juego: un mundo nuevo donde no solo se trataba de mover los pies, sino de abrir el alma. Tenía un miedo enorme, ya que me enfrentaba a lo desconocido.
Debo admitir que soy bastante miedosa y algunas secuencias me aterraban tanto que casi me hacen llorar. Sin embargo, mi cuerpo —quizás más por orgullo— me empujaba a intentarlas, aunque mi mente gritara que no lo hiciera. Tal vez era la presión social, el “qué dirán”, el miedo a que se rieran de mí.
Los primeros minutos fueron un verdadero caos: me costaba seguir el ritmo porque el maestro solo decía “compás de 3/4” y cosas así, y yo me quedaba en blanco. Nunca había escuchado esos compases, no conocía las secuencias, y, por
supuesto, nadie me explicó paso a paso. En ese momento comprendí que en la vida todo se trata de tener confianza. Llegó un punto en el que no sabía lo que estaba haciendo, pero me llené de seguridad, y al mirarme en el espejo, parecía una experta. No al nivel de una profesional, claro, pero para ser mi primera vez… no estaba nada mal.
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Me frustraba bastante porque, acostumbrada al folklore, tenía la habilidad de aprender las cosas a la primera; no es por presumir, sino porque durante años me resultó natural. Ver a mis compañeras ejecutar con tanta facilidad y soltura amplificó una sensación inesperada: por primera vez me sentí inútil, como si no sirviera para nada.
Esa comparación con mis amigas me afectó mucho. Con el tiempo, entendí que compararse no es saludable: todos tenemos debilidades y fortalezas diferentes. Lo que para mí puede ser una limitación, para otra persona puede ser una ventaja, y viceversa; la clave está en reconocer y trabajar desde mi propio centro, no en medirme con la vara de los demás.
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El ambiente en el salón era intenso, pero no se sentía hostil. La batería en vivo latía como un pulso compartido; nos unía a todos, incluso en medio de mis inseguridades. A pesar de la fatiga muscular que me quemaba las piernas, algo dentro de mí también estaba cambiando.
Esa clase me obligó a llevar mi cuerpo al límite y, como era de esperar por ser inexperta, terminé con los brazos y piernas llenos de moretones. Era la prueba física de que no solo se necesita disciplina, sino también una entrega total. Cada dolor se convirtió en un recordatorio de que estaba aprendiendo un nuevo lenguaje, y que en esa incomodidad había un crecimiento.
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Ese día probé las rodadas, un ejercicio que me lanzó contra el suelo. Rodar no fue solo un movimiento: fue una metáfora pura. Mi cuerpo se rendía a la gravedad, pero al mismo tiempo jugaba con ella; me dejaba caer para descubrir nuevas maneras de levantarse. Rodar por el suelo fue como dar vueltas dentro de mis propios miedos. Perdía la noción de arriba y abajo, pero en ese descontrol encontraba nuevas formas de reincorporarme.
El dolor era real, la fatiga era intensa, pero también era la prueba tangible de que estaba explorando un mundo nuevo, uno que exigía tanto de mi cuerpo como de mi mente. Cada caída contra el piso, cada rodada torpe, era una metáfora vivida: caer para aprender a volar.
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Salí del salón empapada en sudor, adolorida, con la respiración entrecortada y el corazón latiendo como si todavía escuchara aquella batería. Pero también salí con una certeza: las caídas no son finales, son entrenamientos para el vuelo. Y ese día, aunque mis alas eran torpes y apenas se desplegaban, descubrí que estaban ahí.
*Estudiante de Primer Semestre de la Licenciatura en Comunicación
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